Nuestro primer contacto con Turquía fue la ciudad de Estambul. Aterrizamos a eso de la medianoche en pleno agosto, cuando la humedad y el calor aún se adhieren pegajosamente a la piel. Recuerdo cómo comenzamos a sentir el atropello de la vena comercial turca justo desde el preciso momento en que cruzamos la puerta de llegadas. Y eso sólo era el principio...
Turquía, como cualquier otro país, está lleno de tópicos y casi siempre hay algo de cierto en lo que, quien lo conoce, te cuenta antes del viaje. En el caso de Estambul quien mejor resume lo que la ciudad me transmitió es el poeta y novelista Ahmet Hamdi Tanpinar: "La ciudad de Estambul es una mezcla. Una mezcla formada por multitud de elementos, grandes y pequeños, plenos o desprovistos de sentido, antiguos o nuevos, locales o extranjeros, bellos o feos y vulgares". Yo continúo la descripción añadiendo que tras esta mezcla se encuentra efectivamente lo que otros aciertan en llamar: "Capital de los Imperios", "Puente entre continentes", "Unión entre Oriente y Occidente" o "Encuentro de culturas"... porque Estambul es Europa y es Asia.
No hace falta leer a Pamuk para tener la sensación de que el Bósforo es, de por sí, nostálgico y, aunque el fuerte olor que despide el humo de las sardinas flaco favor le hace, al final uno consigue relajarse descubriendo la silueta de las mezquitas en la sombra de su atardecer amarillento. Sultanahmet resultó ser el barrio histórico por excelencia, al concentrar en poca distancia un palacio, el de Topkapi y dos mezquitas: la Azul y la de Santa Sofía, ambas colosales en arquitectura e historia religiosa. El secreto está en ver una tras el ventanuco de la otra y llegar hasta donde terminan los jardines del palacio para fijar la mirada en la confluencia del Mar de Mármara y la sonrisa del Bósforo, allí donde se pierden los límites de Estambul. Sin embargo no es posible hacerse una idea de la inmensidad de la ciudad hasta que se sube a la Torre Gálata, antigua muralla de la ciudad franca en la otra orilla, la del barrio de Beyoglû. Los dos kilómetros de la calle Istiklal desembocan en la plaza de Taksim, donde todo se vuelve culturalmente más europeo.
La parte comercial se la lleva prácticamente el Gran Bazaar pero nosotros decidimos colarnos por las calles aledañas huyendo de las masas de turistas y refugiándonos en las infinitas hileras de mercadillos de clientela puramente turca. El regateo es un arte oficial y públicamente aceptado en todas partes.
Antes de dar por finalizada nuestra incursión en Estambul, recordé las palabras de Nedim Gürsel en su libro "El último tranvía" porque no me podía permitir olvidar esas noches que me harían recordar Estambul desde aquellas azoteas con el cielo derrumbándose sobre el Bósforo. "Cuando despertaron era de noche. El rumor se colaba por la ventana abierta de la azotea. El ruido de los claxons, el chirriar de los frenos, las voces humanas, los gritos de los vendedores ambulantes, el aleteo de las palomas, todo, todo se confundía en un alboroto indistinto, se intensificaba poco a poco asediándolos como un tumulto lejano. La mujer reflexionó sobre su aventura. Quería rememorar los días pasados con el hombre en aquella ciudad ruidosa, no parecida a ninguna otra, ceñida por tres mares entre Oriente y Occidente, y que se había extendido en un lugar accidentado, con sus habitantes, sus chabolas, su red de tortuosas callejuelas, cada vez más obstinada y sediciosa". A la vez que me despedí de Estambul, también lo hice de mis 28 años. Ortakoy fue testigo cuando dos luceros verdes iluminaron el Bósforo y un "crash" se convirtió en un dulce susurro para mis oídos.
Mapa en mano, decidimos improvisadamente nuestro recorrido de cuatro días atravesando Yalova, Bursa, Balikesir y Manisa de camino a Izmir o Esmirna, una de las ciudades más antiguas del mundo si nos remontamos a 8.500 años atrás. Hoy es una ciudad moderna construida sobre las ruinas de civilizaciones pasadas. Llegamos durante un atardecer entre rosa y púrpura frente a la bahía y ésta fue la instantánea que nos quedó grabada toda aquella noche frente a la ventana.
En los días siguientes bordeamos el Mar Egeo disfrutando de pueblecitos pesqueros como Foça, Dikili, Ayvalik o Küçükkuyu hasta alcanzar la histórica Troya. Allí el viento especial que, según dicen, alberga lo que queda de su muralla, nos fue desviando hacia las últimas horas que nos restaban del viaje: un maravilloso atardecer en el Estrecho de Dardanelos, el descubrimiento de una laguna secreta de agua celeste y la aventurera irrupción en una playa militar.
De vuelta al aeropuerto, nada nos parecía lo mismo: esa noche no se oía ruido alguno, ni siquiera los almúedanos desde los minaretes; no había navíos ni barcas alrededor; no se divisaban banderas ondeando en las colinas; tampoco nos agobiaba la multitud. Dejábamos atrás Turquía...