19/9/10

Con tradición francesa

Hace unos diez años trabajé como "fille au-pair" cuidando de dos niñas en una preciosa aldea del Macizo Central francés. Allí, rodeada de campos de amapolas y de árboles frutales, aprendí a conocer la fruta y la verdura y desde entonces, a no poder vivir sin ellas.

Mme. Clergier era pintora y las paredes de su casa estaban plagadas de cuadros que aludían a su residencia de verano en plena naturaleza y bien lejos del enjambre urbano parisino. Los meses de verano acogía a toda la familia, que iba llegando por tandas para pasar unos días de asueto a orillas de la Dordogne.

El edificio, de enormes dimensiones, había sido el antiguo granero de la aldea siglos atrás y hoy era una de las casas señoriales más reconocidas del lugar. El jardín tenía árboles centenarios, muchas flores y rincones de hierbas aromáticas. Recuerdo haber comenzado a distinguir olores que hasta ese momento no sabía ni que existían cuando con las niñas cortábamos ramilletes para luego hacer la comida: "Allez ramaser du romarin et du thym les filles!"

Recuerdo muchas cosas de aquel mes pero sobre todo los desayunos. Era la primera en levantarme y por lo tanto, la primera en abrir todas las contraventanas de la casa, que no eran pocas. Después, en aquella cocina inmensa y preciosa, con aire rural, llenaba una taza de café. Olvidé su marca pero nunca lo que me gustaba aquel aroma por la mañana. Luego el pan, aquel pan tan esponjoso del que cortaba unas cuantas "tartines" y por último me dirigía al armario, al armario que contenía el producto más preciado que había descubierto en aquella casa: los tarros de mermelada de grosella casera. La soledad de ese desayuno era el premio con el que levantaba cada mañana. Era perfecto.

Cuando volví a España, instituí la costumbre de las mermeladas en mi casa. Siempre habíamos tenido grosellas y nunca se nos había ocurrido hacer mermelada así que, después de mucho insistir, mi madre se decidió a probar.

Buscando una buena receta aprendí que se trata de la confitura más antigua, rara y deliciosa de Francia, originaria de la aldea de Bar-le-Duc y utilizada por las cortes de la nobleza y aristocracia desde 1344. Desde que tengo memoria, el jardín de mi casa también ha tenido arbustos de grosellas que no se comían excepto cuando mi abuela venía a pasar unos días con nosotros y picoteaba unas cuantas.

La tradición manda despepitar una a una las grosellas sin dañar la pulpa pero, al ser una tarea tan laboriosa de horas y paciencia, mi madre decidió hacerla con el fruto entero para así también conservar todas las propiedades de esta baya.

El resultado ha sido tan estupendo que desde entonces, la mermelada de grosella es todo un clásico también en los armarios de mi casa. Cada vez que el arbusto se llena de buenas grosellas rojas, las recogemos en su punto para hacer mermelada o gelée. Este es uno de los tarros de la que hemos hecho este verano.
 
Mi paso por Turenne no ha sido en vano por eso lo que me encanta de los viajes es cómo te pueden cambiar la vida... y las costumbres.