“Los verdaderos viajeros son los que parten por partir” (Baudelaire)
Quizás no sea una verdadera viajera pero he partido por partir. Han bastado: una tarde de domingo, un estímulo de soledad y ningún motivo aparente. ¿Destino? No importaba. Primer billete barato que encontré: Lisboa. Y me dije: ¿Por qué no? y todos me preguntaban: ¿Y por qué sola? Las oportunidades hay que aprovecharlas… y los deseos hay que alimentarlos. No hace falta ir a todos lados de la mano.
La noche del viernes salí de casa perezosa y de repente me encontré en el aeropuerto, uno de esos “no lugares” que tanto le gustaba frecuentar a Baudelaire: ir, sentarse y observar los aviones durante horas y horas, sin más. Casualmente, él también hablaba de Lisboa: “ciudad de agua, mármol y luz, propicia para la reflexión y la tranquilidad”. No lograba ni quería imaginármela pero esperaba no encontrarme algo tan caótico como Porto. Aunque… pensándolo bien… todo tiene su encanto (como se suele decir).
Dada la hora que era, el único ruido que escuchaba eran las máquinas de café que nos mantenían en pie a los que todavía no nos había vencido el sueño. Caí rendida en el avión y, cuando abrí los ojos, amanecí en Lisboa. Se despertó una mañana prometedora y comencé a caminar. Morfeo me aconsejó un café y qué mejor lugar que Portugal. Sin embargo, soy sibarita y no encontré un café a medida hasta que llegué al Barrio do Castelo y me colé por uno de sus recovecos. Después de la subida y el calor agotador, merecí una buena dosis de cafeina y glucosa. ¿Puede haber tantas formas de llamar al café? Sí, como los esquimales tienen decenas de nombres para la nieve. Bica, bica cheia, carioca, duplo, pingado, garotto, café com leite, meia de leite, galao, galao bem escuro. Me decidí por un garotto, a saber: café con leche largo de café.
Paseé durante todo el día sin rumbo, sin planos, dejándome llevar por los becos y travessas de los Barrios de Chiado y Graça, por los raíles del antiguo tranvía 28. Me enloqueció el mirador de Santa Luzia y al lado, las Portas do Sol frente al río. La luz era tan fantástica que iluminaba todo lo que tocaba y el contraste entre los barrios altos y los bajos dibujaban las siete colinas lisboetas con una perfección incomparable. El azul del mar, el del cielo, el blanco del mármol de las iglesias y el naranja de los tejados eran las pinceladas finales que hacían de ese cuadro un auténtico oasis de tranquilidad. Seducida.
Nada tienen que envidiar las Praças do Comercio, do Figueiras y do Rossio a las de París, Madrid o Roma. Espectaculares. También admiré el estilo manuelino de la Torre de Belém por ser diferente y único (como el prerrománico asturiano). Y cuando creía que ya lo había visto todo, descubrí que, como casi siempre, lo mejor está reservado para el final. El secreto lo guardaba la Sé, dueña de la llave que da paso a lo más alucinante de Alfama y el laberinto de sus callejuelas. Entre algunas de sus ventanas abiertas se escapaban las notas musicales de envolventes fados. Enamorada.
Y sí, se apoderó de mí la “SAUDADE”, esa especie de nostalgia de la que los portugueses se creen dueños. Heroísmo del pasado, tristeza del presente y melancólica esperanza del futuro.