"Empezar por el principio, acabar por el principio, empezar por el medio, terminar por empezar y empezar por terminar... ¡Qué más da! El caso es disfrutar".
Así rezan los menús Aranori y Bekarki de un clásico en la gastronomía donostiarra, "Akelarre". Y así es la crónica de otro fin de semana con la maleta a cuestas, entre aeropuertos, kilómetros y distancias, lugares conocidos pero perspectivas diferentes y otra manera de viajar teniendo muy claro que a veces abusar de la improvisación es requisito imprescindible para un buen final, un principio determinante o un mejor medio. Conclusión: el orden no importa, tal y como dice Pedro Subijana.
Y ya que he empezado nombrándole, nos sitúo en la ladera del Monte Igueldo, donde el vértigo no es tanto el de la montaña "suiza", que no "rusa" según Franco, que incita al abismo desde la cima hacia la bahía donostiarra, sino las creaciones artísticas de un prestigioso tres estrellas Michelín de San Sebastián. Los detalles, que hay que vivir al margen de que haya opiniones para todos los gustos, me los guardo en la retina, en el paladar y también en el corazón.
No obstante y sin negar lo evidente, San Sebastián además de ser "Perla" por los baños de mar que formaban parte de los placeres refinados de los veraneantes en la Belle Epoque donostiarra, lo es por su serena elegancia. El mar en sus orillas parece que nunca embravece sino que languidece para que el atardecer, frente al puerto y la isla de Santa Clara, se convierta en una ceremonia de dos a ritmo de Barcarola, de pausada cháchara o de silencio. Ni qué decir tiene que el jazz también le sienta bien ya sea frente al carrusel del ayuntamiento, en la parte vieja o en el muro del Kursaal, esta vez bajo la luna llena. Mientras la contemplaba, me concentré plenamente en lo que dicen las conjeturas del ciclo lunar en esta fase sobre las decisiones importantes y los proyectos de vida.