Una noche se les antojó acostarse y disfrazar los sueños para despertarse en un lugar cualquiera. Ejerciendo como pintores de sueños, de la paleta eligieron los tonos tierra, algunos verdes y el azul turquesa. Comenzaron trazando líneas suaves, a la vez sugerentes, y acabaron definiendo contornos. El lienzo se les quedaba pequeño pero insistieron en viajar a través de sus dibujos.
Nada más allá de unos cuantos tintes mediterráneos. Flanqueada por el mar en todas sus esquinas, revestida de verde con manojos de margaritas enraizadas en tierra firme y esculpida de piedra en seco: ese fue el retrato de la isla.
Sin embargo, el espectáculo llevado a su máxima expresión adquirió tonalidades blancas y rosas cuando plasmaron las flores de los almendros en las veredas soleadas de Ses Salines; también grises y nostálgicas cuando algún que otro molino de aspas prominentes desviaba la fuerza de la lluvia camino a Es Trenc; y por último, tonalidades vistosas y excitantes próximas a coronar la Sierra de la Tramuntana hacia ambas vertientes.
¿Y dónde detenerse: en los trazos que definían las siluetas ocres de Santanyí, Deià o Fornalutx; en la orilla rocosa de Cala Figuera; en la campiña rural que cruza Es Pla camino al norte; o en las curvas sinuosas de Sa Calobra?
Preciosa Mallorca en cualquiera de los rincones del lienzo pero sobre todo, donde los pintores de sueños dibujaron unas contraventanas verdes a través de las cuáles se coló una brisa matutina y el sonido del agua pululando entre sábanas blancas. Ese fue el lugar del despertar de febrero.