Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo seguido junto a mi familia como en las últimas semanas y, a pesar de que el ritmo aquí es mucho más sosegado que en la capital, intento sacarle el máximo partido a mis días y, sobre todo, no desperdiciar ni un segundo junto a ellos porque luego sé que lo echaré de menos.
Como he dicho, están siendo unas semanas de esas que hacen falta a veces para coger impulso. Mientras paseo me fijo más detenidamente en lugares, rincones, edificios... que han significado mucho para mí en algún momento, me paro a charlar tranquilamente con conocidos, me tomo un café con antiguos amigos y todo es y no es lo que fue pero ahí está el antes, el después... el todavía.
En casa, mi madre es la que más tiempo tiene para disfrutar conmigo. Además de charlar, compartir un café y pasear, nos encanta intercambiar recetas, hacer la compra y cocinar juntas. Siempre nos tenemos algo que enseñar la una a la otra y quizás eso es lo que más me gusta.
Hace un par de días tuvimos un homenaje familiar especial y yo, como siempre, no pude evitar acordarme de alguien demasiado importante que no nos acompañaba. Sentí emoción y ganas de llorar: me emocioné y lloré. Allí estaba mi madre dando un discurso y sin embargo, yo las estaba viendo a las dos. Mi abuela ya no está pero mi madre es su reflejo de personalidad más transparente y puro. Por eso, de alguna manera, siento que las tengo a ambas:
Hay personas imprescindibles y mi madre es una de ellas: unas flores.
Hoy hubiera sido su cumpleaños y no nos olvidamos: una tarta.