Ya lo narró el gran novelista D.H. Lawrence que se quedó prendado del cielo impoluto y la luminosidad deslumbrante de Cagliari. Así pues, a mí no me queda más remedio que corroborar su afirmación y dejarme llevar por una primera impresión para comparar su luz con la de Lisboa.
Tampoco hace falta ser muy ducho en arqueología para darse cuenta de que la ciudad es un testimonio vivo del paso de muchos pueblos que dominaron la isla durante siglos pasados: fenicios, romanos, bizantinos, sarracenos, pisanos, genoveses y aragoneses...
Siguiendo el patrón de las poblaciones meridionales de Italia, aunque separada de la bota, Cagliari nos muestra su lado más decadente, pero no por ello más desdeñable. Fachadas descuidadas con un encanto más que especial, colores tierra y ocres, otros más llamativos; cúpulas dominando las alturas e iglesias de estilos eclécticos dentro de la muralla; arcos bizantinos, calles estrechas, altares por doquier y simpáticas contraventanas. Buen fondo físico y gemelos activados es lo necesario para darse un largo paseo por el barrio del Castello.
El sabor a mar se degusta en la zona de Il Poetto y Calamosca. Un turquesa intenso se mezcla con un cielo que augura tormenta pero se ve vencido por los rayos de un sol radiante. Al fondo y entre una neblina casi densa, se perfila la silueta difuminada de las colinas sardas. La costa descansa de su embotellamiento veraniego y nos permite disfrutar del silencio, de la brisa y de la calma.
Mientras, el jolgorio se concentra en las inmediaciones de la piazza Yenne y del Bastione St. Remy. Terrazas y ambiente chill-out para disfrutar de las suaves temperaturas nocturnas y el horizonte de Casteddu desde las alturas.
Agradar al paladar es muy fácil: excelentes pizzas (afortunadamente algunas "senza glutine") y helados sin parangón. Con ese buen sabor y el del apacible desayuno desde la ventana de L´Arco, me quedo con la mejor estampa y recuerdo de una escapada y la mejor de las compañías.