Del Cádiz de Alberti, la cal hirviente de sus muros porque lo blanco, a lo más blanco desafía.
Del Cádiz de Neruda, la claridad más verde porque la lluvia y el viento juegan en el vacío.
Allí me acosté con una canción de grillos y nada más. Triquiñuelas las del silencio intentando sortear la maraña de calles entre naranjos. La nuestra era una casa como todas las demás: encalada y con ventanas sobresaliendo por sus herrajes negros. Sin embargo, el interior era un museo, una colección de piezas auténticas al más puro estilo andaluz y con reminiscencias árabes. Desde la azotea y entre tejados, la mirada atenta de Medina Sidonia se centraba en los molinos de viento y, a lo lejos, en el mar de San Fernando. Olor a jazmin y flores en cada esquina. Tirantes y sabor eterno a verano.