Eran las 7 y 22 minutos y me apeteció comenzar a escribir la historia de una ilusión.
Quise que fuera otoño, la seronda de Asturias para ser más precisa; que hubiese árboles desnudos, hojarasca en el suelo y un tapiz de ocres, rojizos y marrones en el ocaso de las montañas; que hubiese neblina y orballo.
El capudre y el xardón anunciaban la Navidad al tiempo que despedían al mes de las castañas y allí estaba ella, con sus 365 sonrisas absorta ante la Puerta del Paraíso, la Puerta a Asturias. No eran mucho más de las cinco de la tarde y cada día, a esa hora, sentía el mismo cosquilleo. La acompañaba una ilusión de mirada penetrante, alma enternecedora y personalidad de Don Juan.
En plena estampa otoñal, se detuvo a mitad del camino para escuchar el silencio y la naturaleza le regaló un paréntesis de música descollante. Las ramas y las hojas de los árboles ya eran siluetas negras bajo un cielo sin apenas luz y allí seguía ella. Miró el reloj y las agujas se pararon a menos diez. En ese tiempo detenido deseó con fuerza bailar con la ilusión y convertirla en canción; sentir su respiración y derretir el frío; esperar un susurro y recibir un trocito de corazón en su aliento.
Aquello ocurrió sin más, en un lugar sin coordenadas, perdido en el sueño de una tarde de otoño. Ocurrió en un tiempo sin horas, minutos, ni segundos. Ocurrió en un momento único e irrepetible en el que solo ella y su ilusión personificada fueron los protagonistas de la historia.
El final no está escrito. Ella retomó el camino y miró el reloj con un único deseo: que siguieran siendo menos diez.
Las ilusiones no tienen por qué quedarse solo en instantes fugaces.