Un solo golpe de vista y lo que quiero transmitir se me amontona en la boca. Al final me quedo muda y prefiero contemplar. Lo que veo no solo me gusta sino que además me embriaga.
Hace unos diez años tuve esta sensación cuando me tocó pasar un mes en una pequeña aldea del departamento de Corrèze, en el Macizo Central francés. Entre las horas de trabajo y las pocas posibilidades de transporte para conocer la región, mi sueño siempre fue volver para visitar todos aquellos maravillosos rincones que estaban muy próximos y, sin embargo, solo conocí a través de folletos.
La espera se hizo larga pero la semana pasada, por fin, pude hacer realidad todas aquellas imágenes que se habían quedado enclaustradas en la memoria. Regresé con ese tipo de emoción que no se puede expresar, que se queda en uno mismo y no vale la pena describir. Encontré lo que buscaba y más, una nostalgia polvorienta en los poblados del medievo y una inesperada paz rural en los campos salpicados de amapolas.
Entre el ayer y el hoy, las aldeas de los departamentos de Lot, Dordogne y Corrèze no han cambiado nada y por eso sus pequeñas historias se escriben hoy con una H grande, porque el paso del tiempo y las circunstancias de cada una, no han impedido que sigan siendo auténticas joyas o, como dirían por allí, "villages-bijoux": Rocamadour, Autoire, Loubressac, Carennac, Turenne, Martel, Collonges-la-Rouge o Sarlat.... La piedra es la protagonista entre entramados de madera, tejados de "lauze" y flores de colores en ventanas y balcones. En cada mirada, una ilustración de cuento que me recordaba a las fábulas de los Hermanos Grimm.
Nunca me ha gustado resumir cuando hablo de mis viajes porque en los detalles está la esencia pero a veces bastan unas pocas palabras para describir lo que un lugar me hace sentir y, en este caso, para Lescaille, he encontrado la frase perfecta:
"J´ai cessé de me désirer ailleurs" (André Breton)