Lejos de Laciana, ojos que no ven corazón que no siente; cerca, los anhelos, los recuerdos y el dolor. Como siempre que vuelvo, me acerco a susurrarte y una vez más el susurro se convierte en lamento. No, así no es la vida. No tengo por qué acostumbrarme a no verte más.
Después de dos años, ha llegado la hora de entrar de nuevo a casa. Las escaleras se hacen demasiado cuesta arriba y nunca mejor dicho. Me resisto a creer que el último peldaño me conduce a una casa vacía. El mismo olor de siempre y todo en su sitio.
En la oscuridad, la cocina. No soporto este silencio ni esta soledad. Prefiero subir la persiana, asomarme a la ventana y ver la misma calle, comprobar que todo sigue como siempre, darme la vuelta y verme llegar otra mañana de domingo a visitaros. Me alegra encontrarte en el mismo lugar, junto a la encimera preparando caldo de arroz, filetes con patatas y buñuelos, esperándome con el currusco de pan en la mesa. Bajo la persiana y ya no lo veo.
En la oscuridad, la habitación. Subo la persiana, ha caído la noche. Me doy la vuelta y me veo contigo en la cama llorando de risa hasta las tres de la madrugada después de haber escuchado por décima vez las mismas historias de cuando eras pequeña y después de haber cantado una y mil veces las canciones de siempre, esas que una día escribimos para no olvidar nunca. Bajo la persiana y ya no lo veo.
Antes no tenía que subir la persiana porque siempre estaba subida. Hoy está bajada y prefiero no venir, irme a otro lugar lejos y allí, en la distancia, seguir pensando que la luz traspasa los cristales de la ventana y que el próximo domingo volveré a verte y estarás.