Pocas cosas hay que alegren más un lugar que las plantas.
Las plantas, esos seres que en cualquier lugar, si están, pasan desapercibidos pero, si no están, nada es lo mismo: un rincón, una habitación, una fachada, una ventana, una mesa. Son capaces de cambiar el humor y levantar pasiones; son capaces de crear adicción y dar un vuelco a un día gris.
Tiene nombre de flor y me enseñó lo más importante que hay que saber sobre las plantas: que son seres vivos y se mueren; que verlas crecer es una satisfacción personal y que el cariño es la respuesta a su sufrimiento.
En mi iniciación al mundo de la jardinería todo pasó tal y como ella me lo había enseñado, pues en todo tuvo razón: algunas se me murieron; a otras no cesaban de salirles brotes y flores nuevas; y cuando algo iba mal, tal y como ocurre en la vida misma, casi todo se soluciona con voluntad y con cariño.
Estas son las hojas de la primera planta que me regaló hace ya casi dos años. Aún recuerdo que pensé en lo poco que me duraría y, sin embargo, hoy sigue igual de bonita que aquel día.
Es la única que sigue viva después de este invierno tan duro y verano tan caluroso por eso esta mañana, cuando me levanté y volví a ver el alfeizar de la ventana vacío, sentí la necesidad de regalarle una sonrisa: una blanca y otra roja.
Por cierto, ella se llama Violeta, como no podía ser de otra manera.